Hay un poco más de dos millones de habitantes, más que cualquier otra
ciudad del Uruguay, o paisito como le dicen cariñosamente quienes deciden
cambiar su código de área de forma temporal o permanente. La ciudad tiene,
apenas, 525.54 kilómetros. En carro, por la rambla, se recorre entera en una
hora (porque hay semáforos). A pie, por el mismo lugar, se puede bordear en
cuatro horas (si se lleva un buen ritmo y no se está en invierno). Es la ciudad
más Austral de continente, por eso son orientales.
Esta particular ubicación hizo que en 2012, específicamente en octubre, se
inaugurara la estatua más particular de las cientos que hay en toda la ciudad.
El “greetingman” (hombre que saluda) es una figura de aproximadamente 6
metros de alto, azul, sin cabello ni ropa y en posición de reverencia. Está de
frente al mar y detrás tiene unas construcciones de edificios muy modernos.
Apenas veinte minutos después de salir del aeropuerto, la imagen se presenta en
medio de la rambla. Fue diseñada por el surcoreano Yoo Young-ho y regalada a la
ciudad por la embajada de dicho país. Se supone que si se traza una línea directa
entre la mirada de estas dos estatuas, se puede picar el planeta en dos partes
exactamente iguales.
Son pocos los caminantes. Son pocos los autos. Las aceras son anchas,
rotas, solitarias. Los dueños de perros, dejan el camino minado.
Esa ciudad se repite. Un patrón de calles pequeñas, seguidas de una avenida
grande. Las mismas tiendas cada cierto tiempo. Un “copiar y pegar” hecho por
algún urbanista como quien juega en la computadora. La tienda de ropa interior
cada tres cuadras en la Av. 18 de Julio. Cada dos, una casa de cambio. Después
de un agente autorizado de alguna compañía telefónica, hay un quiosco. Frente a
cada parada de bus, una librería. Hay vendedores ambulantes de bufandas,
guantes, gorros y medias. Cafeterías y bares, heladerías y cadenas de comida
rápida. Se cuenta todo. Se repite todo.
En el centro de la ciudad hay un poco más de vida que en cualquier otro
lugar. En los bares que hay en la zona, lo más común es ver a alguna persona
sola comiendo milanesa con fritas (papas), bebiendo un cortado para calmar el
frío de la calle o disfrutando de algún rato observando a quienes pasan por la
calle. Los fines de semana, especialmente si juega fútbol la selección, es
probable conseguir en el bar a amigos con rituales que religiosamente ven los
partidos en aquel lugar. Hay más mujeres que hombres, hay más edad que azúcar.
Las calles internas son pequeñas, llenas
de artistas urbanos tratando de cambiar su arte por pesos para seguir fumando y
creando. Las plazas están llenas de estatuas, monumentos, fuentes, bancos y
luces traídas de Francia. El mármol que no se desgasta, el jardín que en
invierno no es verde, las hojas que han terminado un viaje, la soledad, el gris
de los edificios contrastan con la velocidad del wifi de las plazas y con la nueva
aplicación para celulares desde la cual puedes pagar todos tus servicios.
El parque más grande, ese que se hizo en nombre de quien fuese un escritor
y político uruguayo, José Enrique Rodó, está lleno de verdes incluso en las
aguas. Tiene frente a sí el nuevo edificio del MERCOSUR, que antes era un
casino. Tres fuentes distintas con agua que aparece de vez en cuando, verde,
con pequeños cuerpos descompuestos. Estatuas por doquier. Unos botes que andan
poco, que andan lento. Que casi no andan. Pero, a pesar de todo aquello, el
Parque Rodó es un buen lugar para sentarse a esperar al tiempo con un buen
mate.
“El uruguayo nace con un termo debajo del brazo”, responde un mesonero a
una joven rubia de acento extraño que pregunta por qué todos viajan con “eso”. El
mate es la bebida más importante del Uruguay. No importa el evento social, día
del año, hora, siempre hay espacio para tomarse unos mates. Probablemente la
paciencia y la tranquilidad de ellos se deban al tiempo que toma preparar un
mate. Hervir el agua. Llenar el termo casi hasta el final. Ponerle un poco de
agua fría. Poner el mate en la matera. Compactarlo. Servir primero un poco de
agua. Hacer una montañita. Dejar pasar el primer trago. Beber.
En aquella ciudad pequeña, en el sur del continente latinoamericano, es
el lugar donde el tiempo se detiene.
Laura Solórzano
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