viernes, 17 de abril de 2015

El montañista

Para mi hermano mayor con altísimo cariño,
cariño a millones de metros sobre el nivel del mar.


Sin premeditación H ya estaba al comienzo de la montaña. Era necesario subirla, pocas veces era tan necesario como hoy. Necesidad comparable al día en que decidió aceptar aquel delicado papel en la obra dalohnesa que marcaría un pre y un post en su vida. Hoy subirla era excepcionalmente decidir, el trayecto: sopesar, la cima: una resolución irrevocable.
     
Antes de emprender la pendiente miró fijamente el suelo y con deseo respiró la humedad característica que deja la madrugada en las rocas terrosas de esa montaña.
     
H no sabía bien porque había ido descalzo, no recordaba lo precedente, era como si su día hubiese emergido junto a él en el comienzo de esa montaña. Se vio los pies y se cuestionó todo el asunto de estar sin sus botas, pensó que sería interesante intentarlo así, descalzo en una subida decisoria, nada en los pies significaba pisar sin intermediarios. Qué mejor forma de tomar la decisión que sintiendo cada detalle de los irregulares relieves. Podría sufrir algún percance como darse un golpe en algún dedo, un raspón en el talón, o pelarse la planta del pie. Dado el caso serían efectos colaterales e irrelevantes de una decisión digna, o en su defecto bien sentida.
     
Al principio de la cuesta los árboles abarrotados en la falda de la montaña hacían una suerte de cueva para los que se encontraban bajo ellos, en ese momento: H, peces en el riachuelo y otros pequeños animales escondidos sin pretensión en las periferias del camino. En dicho tramo, de la especie de H solo estaba él.
     
A medida que ascendió la falda dejó atrás el sonido de los insectos y con más ánimo de contemplación que de reflexión se percató que no había tomado en cuenta aún el propósito de su ascenso, se perdonó enseguida admitiendo que no observar los atributos de toda la montaña era una forma de pecado contra los preceptos de la estética natural. Auto-mandamiento XXI de H: No subirás una montaña sin admirarla simultáneamente.
     
Se impuso a sí mismo que a partir del tronco naranja ubicado a unas cuantas zancadas empezaría su reflexión sobre esa decisión incomoda pero impostergable. Llegado al tronco recordó por qué lo había bautizado hace ya mucho tiempo como “el tronco naranja” siendo un tronco naturalmente marrón (de niño, la primera vez que subió esa montaña se detuvo acalorado junto a él, para refrescarse un poco se quitó la franela naranja objeto de legendario cariño infantil y la guindó del tronco, donde instantáneamente una intensa ráfaga de viento la arrancó haciéndola volar hacia un barranco intransitable. En ese momento nació el “tronco naranja”, en honor a su prenda perdida).
     
El tronco naranja le recordó que cuando estuviese de regreso, abajo, cerca pero ya fuera de la montaña podría hacerse de un jugo de naranja que compensara el cansancio que todavía no empezaba a sentir, consideró comprar dos, uno para beber y otro para echárselo en los pies, suponiendo irracionalmente que tal cosa calmaría el desgaste de los mismos. A su vez y más profundamente creyó que ese echarse jugo de naranja en los pies podría interiorizarlo como un acto de comunión pura y original, unión simbólica de su cuerpo a la voluptuosidad tropical.
     
¿Cómo pagar los jugos si no llevaba nada en los bolsillos? Pensó en la posibilidad de pedir los jugos, esperar que los sirvieran, hurgarse los bolsillos fingiendo sorpresa por no encontrar nada al momento de pagar y hacerse el sediento resignado viéndose los pies descalzos, en fin, dar disimuladamente algo de lástima para que a cambio no se le cobrase, o al menos se le postergase para otro día el pago, a pesar de haber gran probabilidad de no volver en mucho tiempo.
     
Al seguir subiendo descartó de lleno la posibilidad de la estafa jugosa, se defendió diciéndose que lo pensó jugando. Esos juegos que frecuentaba considerándolos una especie práctica que todo buen actor de teatro tenía que cultivar. Hay que ponerse en situaciones reales hipotéticas fuera del escenario, actuar con espontaneidad en la vida, pero actuar, porque las verdaderas vocaciones se internalizan y se llevan a todos lados sin peso, se afirmó.
     
H se sumergió como de costumbre en sí mismo: Vaya, como he estado posponiendo todo lo concerniente a la decisión, típico de mí cuando las opciones se me

-Buenos días

presentan de antemano ambiguamente complejas. Pero la complejidad no puede ser excusa, porque he venido precisamente acá sabiendo de antemano la dificultad que conlleva una decisión de ese tipo.
     
H siguió sumergido en la montaña: Este es mi lugar, y si no me doy respuesta acá, me llevaré una inseguridad fundamentada en que no tomé la decisión en el lugar idóneo (la montaña), personalmente inconcebible, como aquella vez que traté de tomar en vano una decisión sentado en la última butaca del teatro Viexn totalmente desierto, de verdad que se encontraba Viexn vacío, fue de madrugada. Es parte del fruto de hacerse amigo de los de mantenimiento, te facilitan la copia de la llave sin mucha dificultad porque los limpiadores de teatros con añeja experiencia como Yuls Pegázar saben que algunos actores hacen esas cosas, esas visitas de pinta poéticamente solitaria al lugar de trabajo.
     
Vaya ridiculez exagerada, piensa Yuls cuando dicen esos artistas que el teatro es el lugar de trabajo de los actores. “Yo vivo en y para las tablas” se mofa Yuls con apenas un poco más de compasión que resentimiento de los actores adornados de una abnegación que no convence a los que saben ver.
     
Yuls insiste de vez en cuando en el decente pero extremo argumento sobre los actores que nunca se han puesto realmente a detallar la madera que pisan en la tarima, ni saben cómo quitarle una marca de tacón monstruosamente afincado, manchas de pintura y todo tipo de sucios que producen esas obras para resultar vistosas. Es más, un verdadero actor tendría que ir a la tarima recién bañado y envuelto en telas limpias, así sin más, debe hacer su trabajo desprovisto de parafernalia, si no sabe hacerlo de esa forma no es buen actor, en tal caso es solo buen empleador de accesorios para llamar la atención, sostiene Yuls.
     
A un poco más de la mitad de la pendiente total H se detiene a revisar sus pies. Al señor Pegázar no le hubiese gustado que entrase yo así, opina H al levantar un pie viendo su planta rojiza de roce y polvorienta de tierra que sacude. Envuelve con sus manos el pie hinchado que además de estar extrañamente frío, palpita como si tuviera un corazón adentro, el otro igual, frío y tal vez peor porque el corazón interior que porta ese parece tener taquicardia.

-Yo, H, sigo, sigo, parar brevemente cuenta como titubeo. Ahora que el sol se apoya en mi nuca siento una presión de encarar lo que vine a hacer acá, un imperativo del astro supongo ¿qué debo hacer ante este dilema, ante estas opciones? 

-Cómo es posible, alguien me ha dicho buenos días y por estar hundido en las esquivaciones de la decisión no me he percatado en el momento. Esa señora debe sentirse degradada por mí, al único que se encuentra por acá y no le responde, y eso que ella venía de bajada, ya había llegado a la cima, si hubiese venido con la misma misión que yo ya hubiese decidido, estaría en un nivel superior, todo eso y yo no me tomé la responsabilidad de contestar. Aunque si vio mis pies descalzos sabrá que es totalmente perdonable mi falta, se habrá imaginado que estoy sufriendo, razón por la cual no me encontraba abierto a responder esa relativa cordialidad. Hasta luego remordiento.

-Está sangrándome el izquierdo, no es cortada es desgaste, nada serio, no falta mucho, apuesto que el derecho (que se encontraba sin sangrar pero más hinchado) llega a la cima sin dejarse drenar. Espero, porque da la impresión por su hinchazón que si sangra será por el dedo gordo imitando una válvula.

-Marrón, azul, y decisión, no tengo mucho material de distracción, es momento, o va llegando el momento, no me estoy cansando, no sé por qué, podría seguir hacia ningún lado una vez llegado a la cima, podría seguir al precipicio o a la indecisión.
     
Mientras más cerca, más desacelera el paso porque quiere seguir subiendo, quiere más tiempo con la montaña, no es ya postergación, es deseo de estar ahí, con un propósito autodefinido, llegar es exterminar la meta y quedar en el aire.

-¿Y si luego hay más montañas u otras idas a otros lugares? Podrán haber miles de andanzas, pero ahora prefiero esta, mi montaña, porque a través de ella y de su excursión sé llegar a mí.  

En el pie derecho se abre sola y necesariamente la válvula del dedo gordo sin ser profusa como se esperaba, pero constante como se querría evitar.
     
Los pies dormidos un camino rojo van dejando, el trayecto de una decisión hacía sí misma, hacia su cumbre.
     
H llega al final de la montaña y rodeando al árbol que corona su cima empieza a dar vueltas, la sangre de sus pies forma un círculo rojo en torno al árbol, está mareado, no sabe si por las vueltas o por ver la sangre. Seguro está que el mareo no es causado por pérdida de sangre, porque se siente ahí arriba más vigoroso que en ningún otro momento.
     
H quería seguir andando, quizás por eso se quedó dando vueltas un tiempo ahí, cuando alcanzo una rapidez centrifuga considerable empezó a ver borroso el entorno, cerró los ojos y entonces fue disminuyendo la velocidad, finalmente se detuvo y se sentó de espalda al tronco. Tuvo la impresión de que se estaba yendo de la montaña, se agarró férreamente la cabeza con las manos para concentrarse en lo que ocurría, no podía controlar el lugar, no podía abrir los ojos, o mejor dicho tenía la sensación de tenerlos abiertos mirando una oscuridad indescifrable, sentía que su cabeza había despegado de la cima, que se elevaba y veía la montaña desde arriba, no quería irse de la montaña, no quería irse, sin embargo, estaba en la cima, era inevitable.
     
Empezó a sentir en su frente una madera fría que no era la del tronco, percibía estar en otro ambiente, en una tarde oscura ajena a la montaña, una tarde helada de otro lugar que no era el suyo. Sentía los ojos abiertos, abiertos desde antes, y supo que ahí jamás los había cerrado, no se había dormido ni desmayado, solo estaba viendo de otra forma, su frente estaba apoyada en el borde del escritorio, su cara mirando fijamente algo puesto en el suelo, bajo su cuerpo sentado.
     
Cuando una luz de barco que pasaba por el canal Geloof iluminó tenuemente la habitación H logró ver en dónde terminaban sus ojos. Su mirada se incrustaba en una fotografía de su montaña inmóvil que yacía entre sus pies descalzos listos para irse a explorar.
     
H ya había decidido, tenía que volver a la montaña.




Escrito por Michel Yammine.
21 de marzo de 2015.

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