Los Fornos Caminantes, y su Calor Viajero.
Siendo uno de los desafortunados humanos a la que la casualidad y el deseo pasional de otras dos personas, mandó a nacer en ese lugar etéreo llamado Valencia, mi suerte geográfica es una mezcla de cosas que no son nada.
Les explico; Valencia fue construida en un Valle, y si es que fueras un colono, no dudaría en erigir un asentamiento en dicho lugar, pues está en medio de las montañas, dos hileras que encierran la mayor parte de los habitantes en medios de dos arcos que se asemejan a la forma de una vulva, una vulva verde grisácea ahora.
Como buenos humanos que somos necesitamos la sensación de seguridad apremiante, casi como necesitamos el aire que respiramos. Primero fue el seno de nuestras madres, luego cuevas, y en ese momento, en Valencia, fue el valle, y luego pues el seno de las madres sobreprotectoras, con miedo a los enemigos acérrimos de la vida, el sereno, los embarazos precoces, o la violencia escandalizada reportada en medios amarillistas, y si tenemos suerte, quizás algún día serán fortalezas esféricas gravitantes en el espacio sideral, capaces de destruir planetas enteros que se opongan a nuestro poder imperial.
También debemos recordar que la época colonial en Venezuela no era un tarde soleada en el parque, tomados de la manos, dando salticos cerca de flores lilas y blancas y con dispensadores de chocolates o marihuana bajo cada árbol, no hermanos míos, eran días difíciles, y si me detengo a pensar más de quince segundos sobre la dificultades que enfrentan nuestras tierras, todavía siguen siendo días duros en Valencia, con o sin valle.
Pero lo hermosamente agobiante de ese maldito valle es que en cuando pensamos en dicha formación montañosa nos imaginamos un lugar “fresco”, y pues ese no es el caso de la bella Valencia del cantar y florecer. Las montañas están dispuestas de un forma tan mágica que crean una gran muralla natural contra todo asedio de brisa o ventarrón que se le ocurra atentar contra la sagrada quietud de la ciudad. Hay seres humanos extraños y aberrantes que detestan el viento, no son conscientes de que el mismo significado de la vida, y más de la vida humana, reside en el viento y su movimiento, que vuela de un lugar a otro, libre, circular, llevando vida de un árbol a otro, de una flor a otra, de un insecto a otro, siempre cambiante y adaptable a los obstáculos que se hallen en su camino, supongo que hay personas que se han desasociado de este mágico movimiento de la vida, tal como le pasó al viento cuando intentó entrar en nuestra fortaleza citadina.
Podrán pensar que vivir sin un poco de viento no es tan malo, pero cuando pensamos en las palabras de Juan Vicente Torrealba y su “Valenciano Sol”, pues solo me dan ganas de sentar al maestro compositor frente a un televisor a que observe los ochenta y nueve minutos de la tortura que desangran, desgarran, desmoralizan, y todos los “des” de aquí a la desolación de “Hotaru no Haka”, o conocida en español como “La Tumba de las Luciérnagas”, y hacerle sufrir a Juan Vicente como Isao Takahata me hizo sufrir con esa tragedia animada de segunda guerra mundial, quizás podría así entender lo que es caminar quince cuadras del Trigal, a las doce del mediodía, bajo su adorado “Valenciano Sol”.
Sin embargo nuestro hueco entre las montañas tiene a la playa muy cerca, a una hora y media en automóvil, lo cual puede ser un viaje agradable, y de hecho placentero, cuando logras atravesar la última muralla natural, y comienzas el descenso a cuatro ruedas hacia la costa, el viento reclama su derecho, la temperatura baja unos pocos grados dejando que el cuerpo suelte un poco de ese calor acumulado por los azotes citadinos, y el paisaje verde de las montañas que vas dejando atrás es hipnotizante, y colocar a sonar el disco “A Memory Stream” de Amercian Dollars, puede terminar de transformar tu simple paseo a la playa en un viaje sideral de emociones, olores, sensaciones y alucinaciones.
Claro, pero esto si tienes un automóvil, porque si en cambio cuentas con el siempre fiel y siempre trágico sistema de transporte público, tu viaje de hora y media se puede convertir en una odisea helénica, digna de un escrito trágico de Homero, donde los personajes principales sufren violaciones y desmembramientos a manos de los dioses olímpicos que bajan a castigar a los humanos por sus crímenes contra ellos mismos. Como todo viaje mitológico, los personajes místicos cobran un aura mágica y embelesadora, capaces de armar a nuestros viajeros de coraje y herramientas olímpicas que los ayudarán a derrotar y conquistar todos los antagonistas de diecinueve cabezas y medias y ciento cuarenta y cuatro vidas, o de hacerlos caer en el pozo de la desesperación donde terminarán por sacarse los ojos y comerse los pies. El chofer del autobús; Apollo manejando su carreta por carretera y media, en bajada, a ciento veinte kilómetros por hora. El colector; La Parca que te cobra por entrar en la barcaza que te llevará al inframundo. No hay mejor viaje sensorial para explicar la canción de AC/DC; “Highway to Hell”, que realizar este viaje de Valencia a Puerto Cabello. Lo bueno es que solamente tienes que tomar tres autobuses para llegar de tu casa a la playa, y otros tres de vuelta. Un viaje de cuatro o seis horas. Ya quisiera ver a Jáson y sus Argonautas tratando de llegar a la playa de La Rosa, desde El Trigal.
Síndrome de Mozón Desértico; Estado de inundación producido por lluvias torrenciales, acompañadas de calor desértico/infernal/post-apocalíptico. Síndrome que define bien a nuestra ciudad de Valencia, supongo que por eso los valencianos realmente celebramos la lluvia con gozo y con una embriaguez de sensaciones que nos sobrepasan y que no sabemos bien cómo manejar. Esto se debe a que cuando llueve, la función de las calles y vías de transporte cambian, muta de la de llevar seres valencianos de un lugar a otro, a transportar millones de litros de agua, y como los transeúntes cambian en este clima, pues el valenciano tiene todo el derecho de quedarse en un lugar hasta que la lluvia cese, preferiblemente, en la casa, en la mañana.
En fin, que vivir en Valencia es una mezcla de nadas, que son todo al mismo tiempo. Montañas que dan calor, pero que no son de arena, y cercanía a la playa, relativa dependiente del “Weapon of Movement” que decidas emplear, o que tengas la opción de aprovechar. No somos ni costeños, ni citadinos, ni heterosexuales ni pansexuales, ni verdes ni rojos, simplemente somos pequeños fornos que nos llevamos nuestro calor acumulado de años de azote de sol inclemente a cualquier lugar al que vamos. Sabemos caminar bajo cielos despejados, y bajo nubes que se precipitan trágicamente al pavimento, queremos estar solos pero con mucha gente. No sabemos muy bien cómo usar sistemas de transportes públicos avanzados, como tranvías o metros de múltiples estaciones. En Valencia el metro tiene cuatro estaciones, ponnos en una situación de transporte que tenga que ver con más de cuatro estaciones y nos volvemos locos, nos podemos perder o sentar en el piso en posición fetal a llorar. No somos ni altruistas ni indigetes en potencia, nuestras familias no nos permitirían ser ninguna de las dos, qué desgracia otro escritor en la familia – o el clásico – no chica, imagínate que su hijo le salió músico, pobre mujer – totalmente diferente al – ¡se acaba de graduar mi muchacho de abogado! como su padre, su abuelo, su tío, su bisabuelo, su hermana, si prima tercera, su vecina, su novia…- y así la ciudad colmena nos asigna qué ser y cómo ser.
Al final del día, nadie puede entender a alguien nacido en Valencia, que otra persona nacida en Valencia, sin importar si eres del sur, Iturriza, o Cadenas, o Colmenares, o Chirivella. Hay un secreto místico que da vuelta en los ojos de dos valencianos que se encuentran fuera de aquel valle, un pacto oculto, una pena propia que se mezcla con la ajena, una necesidad de celebrar una hermana o un hermano que puede sentir nuestras propias confusiones y conflictos citadinos. Un deseo visceral de toparnos con uno más, con alguien que nos pueda escuchar y entender cuando decimos; extraño a mares esa puta ciudad de mierda.
Oswaldo Joya
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