viernes, 28 de agosto de 2015

El hombre de la bibcicleta*

Ahora esto no es más que un lejano recuerdo.

El 4 de junio de 1989 me desperté temprano, desayuné, agarré lo que necesitaba y salí. El sabor a libertad estaba más presente que nunca. La tensión en la calle penetraba la piel. 

Mi trabajo era quedarme en la frutería hasta que pasara el grupo al que tenía que incorporarme. Todo estaba calculado al detalle: teníamos un espejo, una persona vigilaría cada uno de mis movimientos, cada cosa a mi alrededor, y cuidaría de mí si algo llegase a pasar; yo tenía una responsabilidad y era llegar en bicicleta hasta la plaza. Éramos jóvenes, inocentes, creíamos que todo podía cambiar con una sola manifestación, que esos mismos que nos torturaban y oprimían, serían capaces de sentir algo y renunciar. 

Cuando estuvimos completos comenzamos a movernos, cada quién a su ritmo, a su manera, siguiendo una planificación. Intentando avanzar. Pensar en esto hoy me hace sentir ridículo. 

Habíamos llegado a la  plaza, recuerdo que era larga, que en ese lugar solían entrenar los militares. Tenía árboles altos y frondosos, de fondo una garita amarilla, decenas de estatuas. Por alguna razón que desconozco, ahí estaba una máquina de esas que se utilizan para recoger la arena en una construcción. Si quisiera darle un sentido poético al asunto, diría que representaba la construcción de un país diferente que comenzaría ese día, pero esto no es más que recordar sueños tontos de jóvenes que creen que el mundo puede cambiar. También recuerdo que había un estacionamiento para bicicletas, muchos policías, la prensa internacional que veríamos por última vez en el país –pero esto lo supe mucho después-. 

Luego comenzamos a escuchar mucho ruido. Nosotros éramos muchos, ellos eran demasiados. El miedo encontró un refugio seguro en cada uno de los que estábamos en esa plaza. Pero, a pesar de las detonaciones, un grupo de los nuestros siguió moviéndose en dirección a la guerra. Las piedras volaban. Algunos de los que estaban a mi lado comenzaron a romper la estructura: paredes, pisos, estatuas, lo que encontraran. Estaban convencidos de que eso nos ayudaría a protegernos. Esa, creíamos, era la manera de defenderse ante el monstruo. Lanzar objetos, gritar. 

Muchos tanques de guerra se dirigían hacia nosotros, y en ese momento todo se paralizó. No recuerdo haber escuchado absolutamente nada, todo se movía a menor velocidad. Pero, como en una película, todo se aceleró cuando casi choco contra una piedra. Quise huir. Pedalear lo más rápido que podía. 

Giré a la derecha para alejarme de los tanques, de la policía, de los militares, de mis compañeros de lucha, del gas lacrimógeno, los perdigones, el miedo. 

En medio de la confusión recuerdo haber visto a un hombre de unos 30 años, en ese momento no sé ni qué pensé pero eso era una locura. Tenía pantalón negro, camisa blanca, mirada firme, un par de bolsas en la mano, sereno y moviendo apenas los labios –tal vez recitando una pequeña, pero fuerte oración- se detuvo frente a los tanques. No tenía intención de moverse. 

El sonido de los tanques me dejaba sordo, no había sentido tanto miedo en mi vida. Era un estruendo que movía cada fibra de mi cuerpo. Las ruedas de la bicicleta se tambaleaban. Mis manos se resbalaban del volante.

Después de unas cuantas cuadras solté mi bicicleta y corrí. Corrí lejos. Corrí aterrado. Corrí en automático. Temía por mí. Los rumores ya rodaban: muertos, heridos, miles de detenidos. Las torturas de las que tenía recuerdo me hacían correr con mucha más fuerza. Sentía que si me alcanzaban, no podría contar nada. Se cree que aquel día hubo entre 400-800 muertos y más de 10.000 heridos, según cifras de la CIA. Esto también lo supe después.

Sobreviví. Huí de aquel país, pero no conté nada. Me dio pena, miedo, vergüenza.

Años después vi por primera vez la foto del hombre delante de los tanques, y en ese momento pensé que realmente había sido valiente, esa había sido su resistencia, su lucha. Investigué un poco y supe que había sido detenido y que no se supo más de él. En mi infinito egoísmo fui feliz al notar que no estaba ahí, que nadie me había fotografiado. Había bloqueado ese momento de mi cabeza. Inventé una historia y la repetí una y otra y otra vez: hasta creérmela. Ese episodio lo completé con un compendio de "recuerdos implantados" para poder vivir conmigo mismo y con los demás.  

Hoy me enteré de un descubrimiento de ese día. Alguien publicó la foto. No soy reconocible, han pasado ya muchos años y tengo la misma ventaja que otros cientos de millones: somos todos iguales. Me detuve frente a la pantalla del noticiero en el restaurante de la esquina. Los de la tele analizaban la imagen.

Caminé a casa, serví un trago, encendí un cigarrillo. Dejé que la imagen se instalara frente a mí y que las lágrimas encontraran un camino de bajada. Lloré todo lo que no lloré ese día o el día que huí del país. Lloré por el hombre del tanque, por los otros que –como yo- corrían aterrados. Lloré.

Se es más valiente cuando se juega a enfrentarse con monstruos imaginarios dentro de una habitación.


Laura Solórzano

* Inspirado en una de las fotos de la plaza Tiananmén